
Un ventilado puesto para descansar y leer en la
noche estival: «La nuit catalane», de Paul Morand.
conciertos y el Barrio Chino. Nada más. Eso,
sólo eso, le define a él y a sus colegas. Para mu
chos escritores franceses, en efecto, Barcelona era
el distrito V, y para Mac Orlan, la calle del Cid.
* * ♦
Y prosigue la evocación. Aplicada ahora a los
espectáculos nocturnos. Allá por los años vein
titantos, Barcelona era la puerta del extranjero.
«El Molino», en pleno Paralelo, es testigo y so
breviviente de una época pasada, tan literaria...
Las primeras novedades, las últimas audacias de
París y de Londres, repercutían seguidamente en
Barcelona. Fernando Bayés hizo el milagro de
convertir Barcelona en uno de los grandes centros
del music-hall europeo. Bayés pudo ir del Alcá
zar Español al Edén Concert, y del Edén Con
cert al Principal Palace, porque tenía un afán
extraordinario de superación; porque, espoleado
por lo que veía constantemente en el extranjero,
ardía en deseos de «hacer cosas», y porque era
un hombre audaz para jugárselo todo en una
atracción en la que tuviera fe. Así nos asombra
ba un día con el Alcázar, con Turcy o con
Dania, y otro día nos traía la rubia Parlsys en
el Edén. Estaba orientado.
Quienes tengan edad y memoria para recordar
los, no habrán olvidado seguramente—no pueden
olvidarlos—el buen gusto, la fantasía, la riqueza,
la modernidad y el ritmo de las revistas presen
tadas por Bayés, ni la superior calidad de sus
temporadas de music-hall. Todas las vedettes in
ternacionales desfilaron por el Principal Palace
de Bayés. Vino Ivonne George (cantaba Mon
homme). Vinieron Rosen, el hombre de los trein
ta chalecos y de la picazón permanente en las
piernas; el contorsionista Chester Kingston, los
saltadores ingleses Boganny, el virtuoso de la
ocarina Treki. Vino Mayol, con su tupé loco, su
fantasía marsellesa y la portentosa elocuencia
de sus manos. Vino la Mistinguette, y vino Che
valier. Era la época en que su nombre ya em
pezaba a figurar con recia tipografía en los car
teles de París. Era la época del chaqué marrón,
el pantalón a cuadros y el sombrero de copa.
Era aquél un Chevalier de treinta y un años, del
gado y afinado por las noches de Montmartre. Se
prensentó en Barcelona dentro del marco esplen
doroso de «Oh la revue!»
También existía a la sazón el teatro Eldorado.
Era un local muy acogedor, muy familiar, con
una clientela distinguida, situado en el corazón
—en lo que era el corazón—de Barcelona : la
plaza de Cataluña. En el teatro Eldorado aplau
dimos a Isaura y a Raquel Meller, a Spaventa
y a Nita-Jo... Y hubo anteriormente el Salón
Doré y la Sala Imperio, la inolvidable Sala Im
perio de Tórtola Valencia y de las hermanas
Gómez...
♦ * *
Pero ya no quedan palmeras en la plaza de
Cataluña, ni atracciones internacionales en el vie
jo tablado del Eldorado. Con todo, aunque la nos
talgia, la famosa nostalgia, venga efectuando una
larga y sutil «preparación psicológica» en los es
píritus desde hace largo tiempo y esté haciendo
grandes estragos en todo ciudadano lo bastante
añejo para recordar y comparar tiempos con tiem
pos, no hay motivo para ella en lo que respecta
a las noches barcelonesas.
En este sentido, en efecto, Barcelona ha reco
brado su rango de gran ciudad. Vuelve a ser la
puerta del extranjero. Las primeras novedades, las
últimas audacias de París y de Londres, vuelven
a repercutir seguidamente en nuestra ciudad.
Verdad es que ya no existen en Barcelona el
Principal Palace, el teatro Eldorado u otros lo
cales especializados en la presentación de gran
des atracciones. No es menos cierto, sin embargo,
que unos establecimientos de índole distinta, pero
de orientación similar, se han encargado de sus
tituirlos. Se llamaban otrora dancings. Se llaman
ahora salas de fiestas. Y las salas de fiestas han
suplantado al dancing. O sea, que ahora el baile
ha cedido el paso a las atracciones.
Las damas que fueron jóvenes en 1925 se acuer
dan muy bien de que en aquel entonces se con
vulsionaban al compás descoyuntado del charles-
tón hasta el amanecer. Ahora, cuando van a las
salas de fiestas, acompañadas de sus esposos, es
para aplaudir a la Patachou o a Line Renaud, y
durante los intervalos se contentan con ejecutar
dos o tres pasitos de baile en la pista. Y sus
hijos, los domingos por la tarde, van allí para
embelesarse con Gilbert Bécaud o Aznavour.
Sí, en efecto, Barcelona, las noches de Barcelo
na, por lo que hace a las grandes atracciones, han
recobrado su rango de gran ciudad. No cabe, por
tanto, evocar con nostalgia y los ojos en blanco
los «felices veintes» ni afirmar que «cualquier
tiempo pasado fué mejor». ¿Será ello debido a la
condición eminentemente turística que ha llegado
a tener Barcelona? Sea de ello lo que quiera, lo
cierto es que esa industria con la cual apenas se
contaba—el turismo—constituye ahora una verda
dera fuente de riqueza, y lo cierto es también
que ha quedado de modo fehaciente demostra
do que los turistas se encuentran en_ Barcelona
como en su propia casa y que no añoran aquí
La típica fuente de Canaletas, con la que se bautiza y confirma la noble ciudadanía barcelonesa
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Plaza del Teatro. Es el corazón del barrio del puerto, con una atmósfera cosmopolita muy adecuada.
Los puestos de periódicos de las Ramblas; curiosos, coloristas y alegres establecimientos inimitables.
los grandes espectáculos de sus países respectivos.
justamente, por y para ellos, los locales noctur
nos mudan de fisonomía todos los veranos. Aso
man a sus pistas y escenarios los mil y un rostros
del folklore español, su riqueza fabulosa en cuan
to a baile y canto de nuestras regiones. Y buena
prueba de la aceptación y aplauso que tiene entre
ellos esa opulencia folklórica es la larga teoría
de autocares que, en las noches estivales barcelo
nesas, se estacionan enfrente de los establecimien
tos que les ofrecen las manifestaciones vibrantes
de nuestro acervo popular.
* *
Ese folklore nocturno, principalmente el anda
luz, se tiñe con colores mucho más sórdidos en
la zona portuaria. « Avez-vous vu dans Barcelo
ne... ? », preguntaba el poeta; «avez-vous vu dans
Barcelone—une andalouse au sein bruni ? », pre
guntaba Alfred de Musset. Fué en la Barcelona de
1930, en la Barcelona de la Exposición Internacio
nal, donde esos versos adquirieron mayor espesor
de verosimilitud. Sobre todo y ante todo en el
distrito V, el injustamente difamado Barrio Chi
no. En el distrito V había más cuadros flamencos
que en el barrio del Perchel, en el de Triana o
en cualquier otro rincón gitano de los tristes pue
blos del Sur. Los frecuentaban ex mineros de La
Unión, murcianos, cartageneros, marinos de Huel
va y pescadores de Sanlúcar, que a la sazón tra
bajaban en las «collas» del puerto descargando
«pacas» de algodón. Estos establecimientos, desde
fuera, eran un tanto tenebrosos. Se despachaban
en ellos unos chatos de quince céntimos, y en
alguna pared, sobre las grandes cubas, se asomaba
la trágica cabeza disecada de un toro cualquiera
muerto alevosamente en la Monumental.
Estos hombres y estos locales crearon la solera
flamenca de Barcelona. La afición a los cuadros
flamencos se extendió de tal manera, que todos
los bares conscientes de su misión pedagógica lo
tenían. De una tabernucha del «barrio chino», la
«Taurina», enclavada en la nauseabunda calle del
Cid—la calle del Cid de Mac Orlan—, salió Car
men Amaya. Era una chavalilla que apenas le
vantaba un metro del suelo. Llamábanla la «Ca
pitana». Su padre, el «Chino», tocaba la guitarra
mientras la gitanilla bailaba como los propios án
geles.
Y ahora, ¿qué? El tan injustamente difamado
Barrio Chino ha dejado de existir, y sus restos,
en avanzado estado de descomposición, han cru
zado las ramblas y se han trasladado a la zona
portuaria, a la calle de Escudillers y sus aledaños.
Los pocos «colmaos» flamencos que allí vegetan
son tascas tristes para uso exclusivo de turistas
y con todo el aspecto de españolada de caja de
pasas.
Lo que no impide que, por las noches, la calle
de Escudillers y sus aledaños posean una vitalidad
desbordante y sean uno de los lugares más ardien
tes y bulliciosos de Barcelona. Por las noches
hierven de gente. Mujercillas y marineros venidos
de lejanos climas, los noctámbulos empedernidos,
invaden aquellas callejas, que evocan de modo
irresistible los acres aromas de los puertos, hasta
que, extenuados, todos esos seres de la noche se
tumban en las sillas de las Ramblas, que, de ma
drugada, cobran una animación portentosa.
La misma animación nocturna que reina en el
Paralelo a la salida de los teatros, en cuyas facha
das estallan en letras de fuego los nombres de
las «vedettes» revisteriles. Que reina asimismo, to
dos los veranos, en las fiestas callejeras, desde
Gracia, febricitante barriada, hasta la Barcelone-
ta, el simpático y populoso barrio marinero, en
donde los pescadores llevan remangadas las man
gan de la camisa y tatuados en el antebrazo
corazones azules, signos y áncoras.
Hombres y mujeres sencillos atestan las calles
en esas madrugadas de fiesta mayor suburbana.
El hormiguero de público anda, indiferente y ver
benero, entre la melopea de las luces de las ba
rracas, los tiovivos y el salón de tiro al blanco.
Los altavoces, amplificados a todo volumen, han
venido ahora a suplir los organillos, las cajas de
música y la gran trompa encarnada del gramófo
no de la churrería.
Todavía, empero, a la puerta de una barraca,
un hombretón vocea;
—¡La cabeza parlante! ¡Pasen, señores, pasen!
SEBASTIAN GASCII
FOTOS: POSTIUS